"DE ENTRE LA
NIEBLA" por Rafael Marφn |
ES DE NOCHE en el puerto. Una niebla h·meda y porosa sale del mar, cruza por sobre los norays de hierro, atraviesa los muros, las verjas, las cancelas, ciega de bruma blanca dos semßforos. Plaza de San Juan de Dios arriba, es una nube de semen que se para, que zozobra, que se quiebra. Diez campanadas flotan contenidas en su velo; muy lejanas, parece como si el ta±ido fuera el origen de un sue±o fabulado a mil kil≤metros. El remolino blanco burbujea, se comprime, gira a todos los lados y se expande, retrocede, tantea los arcos del Ayuntamiento, lame la esquina a Sopranis, roza los puntos del reloj que acaba de cantar la hora, palpa los taxis estacionados en doble fila, acaricia las escaleras de los urinarios cerrados al p·blico, cruje como almid≤n por entre los escaparates de la boutique de modas, anega la advertencia precauci≤n respeten las se±ales, cubre de sal el quiosco donde con esta oscuridad ya no hay peri≤dicos, sobrevuela el puesto de casta±as, inunda el cristal del despacho de dulces y se encamina calle Pelota recta hacia adelante, da tumbos de pared a pared, entre la librerφa y las tiendas de zapatos, entre la ≤ptica Gay y Eutimio Sastre. La niebla duda al llegar a la intersecci≤n, como un pulpo recubre de abrazos pßlidos todos los caminos a concretar, sigue hacia el frente, recodea la estatua en bronce mohoso del Papa cubierto siempre de palomas, sube los escalones de acceso a la catedral en ruinas, pasa la altura tope de la torre protagonista de la novela que alg·n dφa habrΘ de terminar por escribir, y entonces tiembla ante la perspectiva de acortar camino y retornar al agua, duda la elecci≤n de continuar su avance o devolverse a los abismos sin mesura, contempla el cruce con el Campo del Sur y la entrada al museo subterrßneo. Una brisa venida nadie sabrß de d≤nde con certeza acude a auxiliarla en su ·ltima determinaci≤n. Callejuelas oscuras, mes≤n barato y tφpico, la niebla blanca anda. Calle San Juan: recovecos de suciedad y orines se ocultan en el sudario mßgico. Un gato gime, salta, centellea, es el ·nico ser vivo en escuchar los pasos. El primer night-club estß cerrado. La niebla tienta las puertas, obstruye los pestillos, tira de los cßncamos, acaricia los carteles rotos, contin·a hundiΘndose en el empedrado absurdo, da en aclararse casi sin tenerse en cuenta. Muy lejos atrßs, el gato advierte los pies oscuros que pronuncian pisadas, la sombra de aspecto humano que rodea el hßlito de la bruma nocturna. Otras dos casas de putas que no abren, otras dos puertas negras y rojas que reh·san su contacto. El hombre envuelto en la niebla reflexiona, sigue adelante, busca con mirada antigua a derecha e izquierda. La niebla capotea, susurra maldiciones en los postigos entornados, ara±a las viejas maderas pintadas de tintalux y asco. Hacia el final de la calle, su contacto produce repelucos en los hombros desnudos de la mujer que espera; dedos de salitre y rocφo hacen tiritar el cuerpo de la matrona adelantando un presagio de lo que va a suceder luego. Los pasos se hacen mßs medidos, mßs cortos. La niebla se escancia, se retira, disuelve la irrealidad en que ha sumergido el barrio. Ella, la Boca de Oro, se apoya mßs contra la esquina. Los pasos se detienen, la niebla observa con cuidado los movimientos de la furcia. Ella, la Boca de Oro, ya ha notado que no estß sola: el olor de hombre cercano es mßs intenso que el del yodo que todo lo ciega. Una leve espiral de humo gris viene a juntarse con la niebla, se funde con la nube salada, atraviesa en un momento las tapias de la calle. Los pasos se reinician, bailan un fox con su taconeo ligero. Ella, la Boca de Oro, lo ve aparecer, transparente a la escasez de luz, arropado en el lienzo de niebla, y sonrφe para su yo y reconoce que despuΘs de todo no ha hecho la tonta esperando aquφ con semejante noche. El hombre de la niebla blanca se planta a un palmo de ella, la rebusca, la contempla, se lleva las manos a la pelliza de piel de oveja, respira hondo, expulsa el aire frφo de este uno de noviembre, pregunta cußnto sin ning·n preßmbulo. La Boca de Oro lo mira de cruz en raya, se sorprende de su aspecto indefinible, observa el pelo lacio y amarillo del hombre de la bruma, su ment≤n firme, la barba descuidada, los ojos infinitamente oscuros, ojos como de anciano, ojos casi de ni±o, el aire de reconcentraci≤n que habita dentro de esas pupilas del mßs encendido negro. La Boca de Oro zascandilea, quiere hacer como que es una gran se±ora y no entiende de quΘ va el tipo o no estß habituada a meterse tan en corto y por derecho al asunto que los dos pretenden, se retrasa en abrir el pico porque aspira el pen·ltimo vahφdo del ducados que estß manchado de carmφn, le da por observar con mßs detalle que el andova aparecido se hace cierto aire a ese actor inglΘs, a aquel que hace de indio y se llamaba caballo, y entonces descubre, a salvo del pelo, entre el taladro negro de los ojos y el caracol grasiento de la cabeza, la marca de color hierro fundido que le voltea el coraz≤n y el pecho, el antojo innatural y extra±o que surca su frente. La cicatriz es un verdug≤n curioso, parece el tejido del tatuaje de un ßrbol, el rastro de unos dedos que se hubieran posado en la frente y hecho presi≤n hasta quedar grabados en la carne. El hombre pregunta de nuevo cußnto con una voz que es poco menos ronquido que siseo, sacude la cabeza hacia los lados, intenta sacar las manos de los bolsillos, acerca la cara y la marca de rojo se muta en zarpa inmensa a travΘs del filtro de niebla. La Boca de Oro no sabe por quΘ de pronto un escalofrφo de espanto baja por su cuerpo, juguetea con sus pezones, hace temblar su flojo vientre y eriza los vellos depilados de sus piernas, pero entreabre los labios y escupe su precio. El hombre nacido de la bruma acepta, saca la mano izquierda del bolsillo, da la mitad de un paso al frente, tiende la suma exacta que por lo visto ya habφa calculado con buen tino, gru±e anda y toma con voz muy bronca. La Boca de Oro agarra los billetes, los estruja, los compensa, dice bueno, venga, estß aquφ cerca. Los dos echan a andar, el uno al lado del otro, dejando aparte los arrumacos, los magreos, las palabras insinuantes y las caricias falsas. El hombre se detiene una o dos veces para apurar un largo trago de la petaca de co±ac oculta en los entresijos del chaleco. Blanca y salada, a ras de tierra, la bruma les sigue los pasos, desborda su marcha, contagia de pßlido ventanas y esquinas, tuerce la primera y la segunda bocacalles, rebasa las aceras, se cuela por las rendijas, saborea el ≤xido de los cerrojos, se resiste a comprender que no va a conseguir colarse en el falso nido de amor que solicitan los dos amantes. Buhardilla arriba, tercer piso de una casa de alquiler, c≤moda, mesa de noche, lßmpara, cama, la Boca de Oro da la luz y deja entrever al hombre sus dominios, atranca la puerta, busca la palangana, el agua, la esponja, deposita el bolso al lado del espejo, sugiere ve desnudßndote, se despoja de las ligas y las medias, desabrocha la falda, suelta el sostΘn, abre la camisa y permite salir a flote dos pechos agrios, dos pezones de color naranja mustia, desplaza con cuatro dedos llenos de laca la mancha negra raφda de las bragas. El hombre contempla ausente el cuerpo que ha alquilado, reprime un hipido de asco, pasa la vista por las tetas de la furcia, comprueba el colorete de los ojos, la pintura de la boca, el remolino sobre el pubis, y se desprende los zapatos y el chaleco, abre la cremallera, extrae los calzoncillos, se alza en la luz mohosa como un palo de cocina, muestra su serpiente blanda y juguetona. La Boca de Oro se extiende en la cama a medio deshacer, aparta las sßbanas amarillentas por el uso de otras mil noches, abre las piernas, ofrece sus brazos, entreabre el co±o, se ha olvidado del in·til ritual de engalanar de agua y jab≤n el miembro de este hombre que la pone tan nerviosa. Limpio de ropas, ausente de niebla, su comprador presenta un aspecto delgado: es su cuerpo un nudo, una correa de piel cobriza, el resultado de un cruce de humano y ßrbol, la representaci≤n de un Cristo pecador y mundano. El vello rubio apenas le cubre la cabeza, la barbilla, retoca levemente el hueco de su pecho, desciende en una filita hormigueante hasta el abdomen, casi no se reproduce mßs en las piernas que en los brazos. La Boca de Oro lo remira, tiembla de nervios ante el contacto, sopesa el juego que venga a darle ese carajo erecto que se balancea entre las piernas, no puede evitar dejar por un momento de fijarse en la marca roja que tizna la frente, la se±al en forma de mano, el costur≤n que simula un tronco de ßrbol. Presta a la posesi≤n, la furcia contrae los muslos, expande el cuerpo, resiste como puede la avalancha fibrosa que acude a su ataque. El hombre la posee con sabidurφa antigua, con indiferencia y asco. Su cuerpo nudoso es un cadßver frφo. La Boca de Oro le siente divagar por sus entra±as, blanco y helado, duro, una lßgrima de algo indefinible le resbala como una cicatriz por el ojo izquierdo. Pierde el sentido, llora, olvida la resistencia, ni se le ocurre ni sabe colaborar a que la usen, todo lo que atina a ver es la bombilla del techo, siente los m·sculos abrφrsele, arde bajo la presi≤n de la marca de la frente. Si de pronto todo ha terminado o el delirio la ha hecho transportarse a un mal sue±o es algo que la furcia, en los pocos minutos de vida que le quedan, no va ser ya capaz de discernir. Dolorida y confusa, en el umbral del miedo, la Boca de Oro descubre que el hombre ya ha dejado de hacerle mella. Lo busca por la habitaci≤n, desenfocada la vista, lastimados los muslos. En la ventana, la niebla roe el cristal. La habitaci≤n huele a tabaco. El me castig≤, ruge una voz. Por su venganza nunca encontrarΘ la paz. Debe ser, ay, tan linda la muerte. La Boca de Oro, el coraz≤n en un pu±o, piensa y no se equivoca que su comprador estß borracho. Voltea los ojos para llamarle la atenci≤n, hartita de lidiar con esta canci≤n todas las noches, y aunque contempla al hombre a dos metros a su izquierda, el miedo atrapa su mirada en el espejo, allφ la ata, clava al cristal con fuerza sus pupilas, sujeta con clavos ardientes el horrible espectßculo que en Θl hay reflejado. Mira al hombre, cansado y desnudo, y le parece normal. Vuelve al espejo, se frota los ojos, no puede evitar decir quΘ co±o es esto. El hombre bebe mßs, se lleva la petaca a la garganta, como en trance, y La Boca de Oro se distrae viendo c≤mo una mancha marr≤n le va bajando por el pecho, lo estß empapando, igual que al otro lado del cristal la mancha se repite, con un trazo de lφquido inconfundible. El co±ac que se derrama es lo mismo en las dos partes. El hombre es distinto. La Boca de Oro se lleva el pu±o a la garganta, reprime un sollozo, no puede sacar los ojos del cristal. En la habitaci≤n el hombre es rubio, lampi±o, desnudo, borracho. Dentro del cristal hay un anciano, una caricatura, un puro monstruo. No es el mismo cuerpo joven que mal alumbra la bombilla que colg≤ ayer mismo, sino un viejo, una arruga con dos piernas y dos brazos, una capa de decrepitud que se ha formado en los cimientos podridos de otra capa, pliegue sobre pliegue, a±o sobre a±o. La Boca de Oro gime, recuerda que no ha fumado nada raro, hace ya seis meses largos que ni se pica ni se lo esnifa, pero el hombre dentro del marco contin·a estando allφ. Encorvado, antiguo, pervertido, los hombros hundidos, el pelo blanco y lacio, los ojos como dos llamas de sangre, los muslos flßcidos, toda la edad del mundo talada en la carne, cada arruga es el surco de un antiguo pecado. No podrφa jurar que fuera el mismo que a·n se soba sus partes y busca el pantal≤n y los zapatos. Este es joven, y aunque raro, es normal, menos la marca de la frente, menos el tatuaje extra±o, menos la cicatriz, el costur≤n que tiene el capricho de parecer un ßrbol. En el espejo hay un ser torcido, deforme, definitivamente arcaico, mßs viejo que la misma edad, completamente ajeno en su aspecto imposible, menos la marca en la frente, menos el mismo tatuaje extra±o, menos la cicatriz, el costur≤n que tambiΘn tiene el capricho de parecer el mismφsimo tronco de ßrbol. Cuando el hombre de la habitaci≤n mueve una mano, el viejo de dentro del cristal repite el gesto. Y la Boca de Oro se contempla a sφ misma en el espejo, desnuda y espantada, los pechos fofos, manchada de semen p·rpura, revuelto el pelo, los ojos desencajados y los labios blancos. El me castig≤, dice la voz, y la boca de dentro del cristal se mueve y habla. Por lo que hice me neg≤ la muerte. ┐QuΘ culpa tengo yo si fui el primero? ┐C≤mo iba a saberlo entonces? ┐Hasta cußndo voy a tener que purgar mi pecado? La Boca de Oro se arrastra como sonßmbula hacia el borde de la cama, no entiende nada, nota c≤mo los pezones se le vuelven dos guijarros por el peso del miedo. Yo se lo dije, contin·a el verdugo. Cuando me desterr≤ y me maldijo, dije que no podrφa soportarlo. Estß en la Biblia, ┐sabes? ┐Lo recuerdas? La Boca de Oro advierte que es a ella a quien el hombre habla, menea la cabeza e inicia un paso atrßs, se enreda en el amasijo humedecido de las sßbanas. El hombre avanza. GΘnesis, cuatro, recita lentamente su comprador. Versφculo catorce, me parece. Hace mucho que no leo panfletos, pero lo sΘ de memoria. Dijo Caφn a YavΘ: Demasiado grande es mi castigo para soportarlo. Eso le dije. Y no me hizo caso. Puesto que me arrojas hoy de la tierra cultivable, oculto a tu rostro habrΘ de andar oculto y errante por la tierra, me atrevφ a acusarle, y cualquiera que me encuentre me matarß. Pero YavΘ me dijo: Si alguien matare a Caφn, serß siete veces vengado. Puso pues, YavΘ a Caφn una se±al, esta que ves, para que nadie que le encontrara le hiriera. Caφn, alejßndose de la presencia de YavΘ, habit≤ la regi≤n de Nod, al este de EdΘn. Lo recuerdo bien, dice, ya ves. Yo mismo lo dictΘ al escriba. La Boca de Oro ve que el hombre le sonrφe, hay burla y dolor en sus ojos cortantes como una segueta, no puede dejar de reconocer la mirada repetida que le vomita el monstruo del espejo. Me marc≤, contin·a Caφn, borracho, vencido, lastimado, anciano. Con sus dedos me dej≤ esta se±a, repite el asesino, ebrio, derrotado, herido, joven, vivo. Me conden≤. Me conden≤ de la misma manera que yo condenΘ a mi hermano a la muerte. Me conden≤ a vivir, estalla, gime, explota, llora. Me conden≤ a pasar a±o tras a±o, siglo tras siglo, era tras era con esta apariencia, sin ascender a otro ciclo ni bajar a los infiernos que sΘ que existen. Me conden≤ con este sello en la frente, y no he muerto ni morirΘ jamßs. Soy un reo de la vida, a±ade. Esta marca no me deja morir, afirma. Soy viejo como la humanidad, sonrφe. Soy antiguo como el hombre y no puedo morir, gesticula, esa es la burla. Si supieras con cußnto gusto cambiarφa mi horrible inmortalidad por el frφo vacφo de la tumba... pero nadie viene y descarga en mφ su furia, recrimina. Jamßs ha caφdo sobre mφ el alivio de un brazo justiciero, desearφa. La Boca de Oro asiente, pero no le escucha. El miedo la tiene presa con mßs sa±a que el peor de los maderos que de tarde en cuando aparecen para hacerle la vida imposible. Todo lo que quiere es despertar, desaparecer, borrarse de ese sitio, saberse ajena de este hombre que es su pesadilla. La niebla rφe al otro lado de la puerta, tira de los pestillos, se balancea en los cordeles y muerde el cristal con un beso malvado. Se hace tarde, susurra. Apura el tiempo, vamos, que la noche se termina. La Boca de Oro encuentra su mirada con los ojos que florecen por debajo del saba±≤n en forma de ßrbol, se ve atrapada en el interior de las pupilas, tiembla de nerviosismo, se frota el pelo, y siente el frφo rayarle la base de los huesos, no consigue apartar las pesta±as de esa marca, reconoce inmediatamente la verdad de la maldici≤n en la penumbra, y recuerda la escena que nunca ha visto y que el hombre experimenta ya un mill≤n de veces repetida, y se nota en la piel del guerrillero, del legionario, el escita, el bucanero, el hoplita, de todos los policφas y bandidos que han tenido a un tiro de piedra la carne ajada y transparente, camuflada, de este hombre, y como ellos no puede evitar echar mano alrededor, y llena de furia y asco y odio y miedo abre el caj≤n de la c≤moda y revuelve entre las bragas y los trapos, aparta una botella, temblorosa, saca un cuchillo gastado, estrecho, feo, oxidado, le baila la hoja sucia entre las manos, quiere ser la espada justiciera, apagar esa llama, talar de una vez el tronco de ese ßrbol, siente v≤mitos, se le arrugan las cejas, alza la mano y ve que la sombra se le estira en la pared, y al hombre desnudo, doblemente arrodillado, en el suelo y el espejo, postrado, tembloroso, ardiendo de ansiedad, si tal vez fuera, si acabara aquφ el camino, si de verdad quisiera Dios que encontrara en este sitio de una vez por todas y para siempre el descanso de la muerte. La Boca de Oro avanza y tiembla, gime, resbala, duda de la realidad de lo que hace, no se le ocurre ver que todo es simplemente una mentira, vuelve a clavar la vista en esa frente, roza con la imaginaci≤n la punta de las ramas, y mientras Caφn espera la anulaci≤n y la victoria la Boca de Oro vive la desaz≤n que hasta el hoplita, el legionario, el guerrillero, el bandido, el corsario, el torturador, el policφa vieron en su momento cuando les toc≤ su hora, y conoce que el hombre es intocable, que siete veces siete su maldici≤n le caerß encima si no fuera a convertirse en lo que es Θl, y como hicieron en su Θpoca el iliota, el macedonio, el turco, el griego, el coracero, el escita, desvφa el golpe, busca otra vφctima, no consigue repeler el poder que hay en la marca, jamßs podrß ella ni nadie eludir los temores que despierta en los cerebros el tatuaje de ese ßrbol y lo que anuncia en su carb≤n de pesadilla. Postrado, humillado, tembloroso, viejo, enorme, torpe, sabio, Cain se levanta y se busca la cara en el espejo, y la nota allφ, y hasta sonrφe en su tristeza, una vez mßs, igual que siempre, desea llamar a gritos a la muerte pero ha aprendido a morderse los labios. Sabe que estß maldito y vivir es su castigo, hasta que el placer se ha vuelto escarnio, hasta que la vida no se ha hecho sino una caricatura. Ha vivido ya tanto y duele de tal forma la vida... No experimenta ya sorpresa, la sensaci≤n de descubrir que todo se repite no le hace mella, ni le atosiga. Lentamente se coloca los zapatos, el pantal≤n, la pelliza. Abre la puerta y sale del mal cuarto, y despacio recorre los escalones, y se diluye en la niebla, de donde ha salido, cansado igual que de costumbre, espantosamente anciano, lastimado, tosco, vivo. Deja detrßs la historia que fue siempre, la mujer envuelta en el charco de sangre, el cuchillo oxidado en la garganta que ella misma ha desgarrado, la ropa sucia, el pelo en desorden, rota a pedazos, a salvo para siempre de la vida. Echa andar Calle San Juan abajo, desolado, mßrtir, frφo, enfermo de inmortalidad, rodeado por la bruma que es su llanto, su compa±φa, y no puede evitar, mientras regresa al mar de donde vino, un recuerdo cßndido hacia la mujer ya muerta, abandonada, y reprime un ligero escalofrφo sin control, un atisbo de pasi≤n, o lo que sea, un retazo de algo muy parecido a la envidia. |
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